Solidaridad – Jack Lesniewski
Co-Representante Comité Central Menonita Guatemala-El Salvador.
Hay un poste de luz situado a pocos metros de la esquina de la 19ª AV y la 7ª calle en la zona 11. Se encuentra frente a un edificio anodino que tiene algunos negocios en el primer piso: una panadería, un espacio que alguna vez fue un comedor y que ahora es un Pollolandia, y una peluquería. En cuanto a las esquinas de la ciudad, es un espacio que se ve similar a muchos otros, no hay nada en su ajetreo que llame la atención como algo especial.
Y, sin embargo, en un día caluroso de mayo de 2015, yo estaba ahí, lleno de emociones y nostalgia parado a pocos metros delante de ese poste, con mi celular tomándole una foto mientras las lágrimas brotaban de mis ojos. Para mí, esta esquina no es solo otro espacio de actividad económica, tráfico y vivienda; es, fue y sigue siendo un lugar que tiene significado y experiencias compartidas que han impreso recuerdos perdurables en mí. Recuerdo el poste porque accidentalmente conduje a Sarah a estrellarse contra él cuando ella tenía dolor de cabeza y no quería caminar con los ojos abiertos una vez que volvíamos de comprar comida en un centro comercial cercano. El edificio en la esquina del poste tenía entonces el apartamento donde Sarah y yo nos quedamos cuando llegamos a la ciudad desde las húmedas y frías colinas del territorio Q’eqchi’ en las afueras de San Pedro Carchá. Era un apartamento donde compartimos una litera matrimonial con buenos amigos, comimos algo más que tortillas y vimos películas. El espacio de la esquina de la 7ª y la 19ª había reclamado nuestras vidas y nosotros lo habíamos reclamado imprimiendo nuestra historia compartida. Ya no es un espacio cualquiera. Es un lugar que tiene un significado más allá de su valor económico.
La expansión, el crecimiento y la disposición espacial del territorio urbano de la Ciudad Guatemala puede parecer a primera vista no planificada y fuera de control, pero hay una lógica y una fuerza motriz detrás de la forma que la ciudad ha tomado y está tomando. Aunque si quisiera uno descifrarlo, no encontraría mapas en los archivos de la municipalidad o en el ya inexistente Departamento de Planificación Urbana de la USAC, que nos dieran una visión de la ciudad del futuro. El espacio y el territorio en la Ciudad de Guatemala y en toda la meseta central que abarca la megalópolis de la ciudad han quedado a merced de las fuerzas del mercado, es en todo sentido de la palabra, una ciudad neoliberal (1). Cuando esta corriente toma fuerza, las ciudades como Guatemala se devoran a sí mismas explotando los espacios urbanos para la máxima extracción de valor. Esto se hace a favor de un sector élite de buscadores de rentas que financian las grandes máquinas que destrozan la tierra, construyen los enormes monumentos al consumo y entretenimiento y cobran las rentas de su uso.
En esta lógica no existe el derecho a la ciudad. Hablar del derecho a la ciudad nos guía, no solamente a un derecho individual de acceso a los servicios y recursos urbanos (hoy día accesible solo a quienes pueden pagarlo), sino que nos llama a un derecho colectivo de imprimirle un significado a los espacios urbanos, a crear historias compartidas de vida, a facilitarnos la posibilidad de cambiarnos a nosotros mismos, convirtiendo así, a la ciudad, en un lugar que sirva y sea servido por su ciudadanía en una relación de mutuo beneficio y transformación continua. Hablar de un derecho a la ciudad nos llama, como ciudadanía, a construir una relación con su territorio, con las y los conciudadanos y con las economías locales y a escala, basada en algo más que el motivo lucrativo individual.
Ese mapa de COVID-19 fue una imagen vívida de la forma en que la lógica neoliberal divide las ciudades en espacios de consumo que podrían verse en cualquier gran ciudad del mundo y espacios de zonas de sacrificio y explotación que sirven a las necesidades de ese consumo; espacios periféricos al servicio de un núcleo reluciente. Este sector de la población en sus zonas físicas de r esidencias está básicamente ¨colonizado¨, y es, en palabras de Fanon «un mundo sin espacio». Ahí no hay nada para la ciudad neoliberal que genere rentas más que la mano de obra que sirve a las necesidades de consumismo de los rentistas.
En lugar de fomentar un derecho compartido a la ciudad que transforme los espacios en lugares de significado, memoria y colectividad, la lógica de la ciudad neoliberal divide las ciudades en zonas de consumo y excesos, y territorios fuera de la ciudad, en zonas de extracción, desecho y sacrificio. En mayo de este año vi un mapa de casos de COVID-19 en la Ciudad de Guatemala y municipios aledaños que ilustra las divisiones que esta lógica impone a la geografía humana-urbana. Los casos en aquel momento se concentraron en las zonas 14, 15, 16, entre los residentes del famoso «Carretera Hills” que habían sido expuestos al virus por sus conexiones físicas con sus coélites en España, Italia, Miami y Nueva York. También había concentración en las oficinas donde esa misma gente trabaja en las Zonas 9 y 10. Las otras concentraciones de casos se dieron en lugares como la zona 18 y partes de Mixco, zonas de sacrificio donde comen, trabajan y se entretienen los trabajadores pobres que sirven a los que están en los resplandecientes palacios de consumo o que proporcionan la mano de obra barata y prescindible en las maquilas que ¨privilegiadamente¨ nunca detuvieron operaciones como el resto de nosotros. Abogar por un derecho a la ciudad a través de la acción colectiva y solidaria va en contra de esta lógica. A través de la acción colectiva y solidaridad, el derecho a la ciudad busca crear una serie de lugares para reproducir una vida fuera de la objetivación del placer en consumo y de la explotación de nuestras relaciones humanas. Es darles a nuestras interacciones sociales espacios de vida como los parques, teatros y librerías públicas para la creación de cultura, ciclovías para la recreación, entre otros. El derecho a la ciudad desde la solidaridad y la colectividad es también promover espacios de co-creación y producción solidaria para atender el aumento de las desigualdades espaciales en las ciudades; es pensar en la masificación de servicios públicos al servicio del desarrollo humano: más centros de atención a la salud, más escuelas públicas, más polideportivos. Quienes trabajamos con RESI estamos reclamando un derecho a la ciudad al conectar nuestros lugares con otros que son habitados por colectivos de vecinos en zonas de explotación en toda el área urbana de la Ciudad de Guatemala. Nosotros y cualquier grupo de vecinos reclamamos nuestro derecho a una ciudad más humana, cuando sin reñir por ideologías contrarias, nos unimos para transformar un espacio en nuestra colonia o vecindario, en un jardín colectivo, y solidarios a las necesidades humanas que todos entendemos en esta crisis. Reclamamos un derecho a la ciudad cuando como individuos y en la libertad de decidir sobre nuestros espacios, transformamos partes de nuestras casas en lugares de producción solidaria de alimentos y nos unimos para proveer comida en una manera que no responde a una pura y dura lógica de mercado. El acto de transformar espacios en lugares es entonces una cierta energía que nos saca momentáneamente de una lógica neoliberal ultra individualizada y nos coloca en el útero creativo de la comunidad, de lo colectivo, de creación de lugares. ¿Y saben? Se siente bien.
La ciudad neoliberal hace de la esquina de la 7 calle y la 19 avenida de la zona 11 unespacio para la maximización de la ganancia, mientras que mi entendimiento del derecho a la ciudad, lo convierte en un lugar que nos moldean a Sarah y a mí, y que es moldeado por aquellos que lo habitan y le dan significado. No es casualidad que esta esquina esté muy cerca al Centro Comercial Majadas, construido encima de una gran parte las ruinas de Kaminaljuyu que, para la lógica neoliberal, era un estorbo para desarrollar una zona de consumo, a pesar de su significado milenario y la herencia cultural que tiene como lugar sagrado e histórico para el país y sus pueblos originarios. Para terminar, quisiera retomar aquí las palabras de Henri Lefebvre, cuando dice que “el derecho a la ciudad es mucho más que la libertad individual de acceder a los recursos urbanos: es un derecho a cambiarnos a nosotros mismos cambiando la ciudad”. En otras palabras, es un llamado a la conciencia para entender que la ciudad es nuestro hogar, aquí vivimos y aquí crecimos, aquí nos enamoramos y aquí nos volvimos las personas que somos hoy; y por esto mismo, tenemos el derechos de impulsar su destino, para nosotros mismos, pero también para nuestras generaciones siguientes, un destino de transformación que depende inevitablemente del ejercicio de un poder colectivo (no necesariamente político partidario) pero sí que pueda decidir sobre los procesos de urbanización. La libertad de hacer y rehacer nuestras ciudades y a nosotros mismos en el intento, quiero argumentar, es uno de los más preciados y a la vez más descuidados de nuestros derechos. La solidaridad y la acción colectiva reclaman el derecho a la ciudad rescatando al ciudadano, al residente, al participante como elemento principal y protagonista del destino de la ciudad que él o ella misma ha construido. En lugar de dividir las ciudades en zonas de lujo, de consumo y de sacrificio y explotación, debemos recuperar la creación de redes de lugares colectivos, esforzándonos por brindar la esperanza de una ciudad más justa, igualitaria y pacífica que sirva a todos sus residentes.
El COVID-19 ha dejado claro que el viejo mundo de la ciudad neoliberal no es la ideal. La creación de un nuevo mundo solo se logrará mediante la recuperación del ¨nosotros y nosotras¨ que, desde la solidaridad, reclame el derecho a la ciudad para todos y todas.
Referencias: